La inversión sostenible ha recorrido un largo camino en la última década, convirtiéndose en un componente fundamental de la estrategia empresarial y financiera global. Sin embargo, en los últimos años, el entorno geopolítico, las tensiones regulatorias y el creciente escepticismo social ante los resultados de algunos fondos sostenibles debido a los efectos económicos de la guerra de Ucrania –inflación, costes energéticos y tipos de interés- han desafiado su avance. ¿Está en riesgo ese avance? ¿Hay una creciente brecha entre Estados Unidos y Europa? ¿La sostenibilidad está dejando de ser una convicción estratégica para algunos? ¿Estamos ante un problema de narrativas antiostenibilidad?
El contexto geopolítico y el auge del sentimiento anti-ESG: una dualidad transatlántica en las finanzas sostenibles
Desde 2022, hemos presenciado un giro político y cultural en torno a las inversiones sostenibles, especialmente en Estados Unidos. El auge del movimiento anti-ESG, liderado por sectores políticos conservadores, ha generado no solo una campaña mediática de desprestigio, sino también una batería de medidas legales y regulatorias: investigaciones antimonopolio, demandas judiciales y leyes estatales contra la incorporación de criterios sostenibles en las decisiones de inversión. El resultado ha sido un clima de desconfianza, greenhushing (autocensura de compromisos sostenibles) y litigiosidad creciente que intenta poner en cuestión la conexión entre los criterios ESG y el deber fiduciario.
Mientras tanto, en Europa, el debate se centra en otro ángulo: los costes administrativos, la fragmentación regulatoria y la posible pérdida de competitividad de las empresas europeas frente a rivales internacionales menos regulados en sostenibilidad. Esto ha dado pie a la propuesta de un “paquete ómnibus”, por parte de la Comisión Europea, que plantea una simplificación del marco normativo. Pero, ¿es esta simplificación una ayuda real o podría suponer un paso atrás?
La apuesta europea por la sostenibilidad se mantiene en los objetivos políticos de alto nivel, si bien la propuesta de simplificación es de tal calado que a menudo se describe como una iniciativa de “desregulación”. Es cierto que se han identificado cargas burocráticas desproporcionadas y, en algunos casos, difícilmente justificables —como es el caso de la elaboración del Green Asset Ratio (GAR)—, así como una preocupante falta de interoperabilidad entre estándares internacionales, solapamientos entre distintas iniciativas legislativas y desajustes en los calendarios de implementación. Estos elementos han generado dudas sobre si la sostenibilidad, en lugar de integrarse en la estrategia empresarial, se pudiera convertir en un ejercicio de mero cumplimiento normativo, con escaso valor transformador.
La propuesta del reglamento ómnibus busca aliviar estas tensiones. Pretende racionalizar el sistema, dar más tiempo a las empresas para adaptarse y reducir costes. Pero su tramitación está sujeta a incertidumbres políticas. Algunos temen que este intento de simplificación pueda traducirse en un desmantelamiento del Plan original de Finanzas Sostenibles o que, paradójicamente, la “simplificación” acabe introduciendo más complejidad al sistema.
La clave estará en cómo se gestionen los umbrales de reporte. Si se limita el número de empresas obligadas a reportar bajo la CSRD, el sector financiero puede quedar sin datos suficientes para cumplir con otras regulaciones como SFDR o Basilea III. En el caso de la consulta sobre Taxonomía: si se reduce el umbral de materialidad de las actividades a reportar al 10% y, además, solo se exige el cumplimiento obligatorio a empresas con más de 1.000 empleados, cabe preguntarse: ¿cuántas de estas grandes empresas destinan más del 10% de su CAPEX, OPEX o ingresos a una única actividad económica listada en la Taxonomía? La combinación de ambos criterios podría limitar significativamente el alcance y utilidad del sistema, debilitando su valor como herramienta para canalizar inversiones hacia actividades sostenibles.
Disponer de muchos datos de pocas empresas, en lugar de pocos datos de muchas empresas, es un escenario subóptimo para los mercados de capitales. La consecuencia podría ser una menor capacidad para gestionar riesgos climáticos y de sostenibilidad en el sistema financiero. Todo esto lleva a preguntarse sobre la viabilidad de alcanzar los objetivos de la UE de sostenibilidad, a tenor de las rebajas en disponibilidad de información del entramado empresarial europeo y de aquellos que ofrecen sus productos y servicios en el mercado único.
Un momento decisivo
La inversión sostenible atraviesa un momento decisivo. Su credibilidad, coherencia y resiliencia dependen de que se mantenga una visión estratégica de largo plazo, alejada tanto del fundamentalismo regulatorio como del escepticismo político de corto plazo. A pesar del ruido, la sostenibilidad continúa siendo una dimensión clave del análisis de riesgo y oportunidad financiera, especialmente relevante en un contexto de transición energética, escasez de recursos y cambio climático.
Europa tiene la oportunidad de liderar este proceso, pero para ello debe resolver sus contradicciones: facilitar sin diluir, simplificar sin desmantelar, y poner el foco en la creación de valor real más allá del mero cumplimiento.
A nivel global, será clave evitar una fractura estructural y colaborar a nivel internacional con potencias e iniciativas de lo verde en Asia y América Latina, apostando por marcos interoperables y principios comunes.
Inversión sostenible: ¿cuestión de datos o de convicción?
Una de las grandes preguntas que se plantea es si la inversión sostenible ha sido, para muchos actores, más una narrativa de oportunidad que una convicción técnica real. En el terreno puramente financiero, la evidencia empírica, sin embargo, muestra que las inversiones sostenibles no perjudican la rentabilidad a medio o largo plazo. De hecho, en muchos casos se muestran eficaces en la mitigación de riesgos, reducción de volatilidad y atracción de capital, con elevadas dependencias a las condiciones locales de los subyacentes de las inversiones, como es lógico.
En el día a día, sin embargo, la presión regulatoria ha empujado a muchas compañías a establecer departamentos de sostenibilidad dedicados casi exclusivamente al cumplimiento normativo. En consecuencia, se le percibe más como una obligación administrativa que como una herramienta estratégica para la competitividad.
A menudo se presenta el debate de la competitividad en términos del coste de implementar sistemas para recopilar, reportar y verificar datos de sostenibilidad. Sin embargo, este coste no debería sobredimensionarse: para muchas empresas no financieras en Europa, estas exigencias apenas comienzan a aplicarse a partir de 2025. El verdadero riesgo no es tanto el financiero o reputacional derivado del incumplimiento, sino el coste de oportunidad de no aprovechar todo el potencial transformador que una gestión sostenible e integrada en el modelo de negocio puede generar a medio y largo plazo.
¿Y los mercados? Financiación vs. inversión, mercados cotizados vs. privados
La financiación sostenible está ganando terreno como una herramienta clave para canalizar capital hacia la transición ecológica y social. Productos como los bonos verdes, sociales y sostenibles, así como los préstamos vinculados a indicadores ESG (sustainability-linked loans) son productos ya prácticamente asentados. Esta tendencia se ve reforzada por el interés de la banca en integrar criterios de sostenibilidad en sus políticas de concesión de crédito, impulsada tanto por razones prudenciales como regulatorias. La financiación sostenible permite, además, una mayor capacidad de diseño a medida para responder a las particularidades sectoriales, y está mostrando ser un campo fértil para la innovación financiera con impacto real en la economía productiva.
Por su lado, la inversión sostenible no es una categoría o clase de activo homogénea. Son determinantes las variaciones entre tipo de instrumento financiero, estilo de gestión, mercados cotizados y privados, estrategias de inversión sostenible con distinto grado de ambición, volumen de los flujos, o diferencias en el análisis de materialidad de las tres dimensiones de sostenibilidad (lo que es relevante en gobernanza puede no serlo en lo social o ambiental, y viceversa). Es imprescindible trabajar con una matriz de materialidad clara, diferenciando por sectores, riesgos y oportunidades reales. Sin tener en cuenta todas estas distinciones, la narrativa ESG se convierte en una amalgama incoherente que pierde credibilidad.
En los mercados cotizados, la inversión ESG enfrenta hoy un entorno de gran escrutinio, tanto por la presión política como por la exigencia regulatoria. Esto contrasta con lo que sucede en los mercados privados, donde las inversiones sostenibles cuentan con cierto margen de maniobra, si bien operan bajo el marco regulatorio europeo de igual manera.
De forma creciente, los fondos de capital privado están integrando aspectos ASG en la inversión, centrados no tanto en la disponibilidad de información de sostenibilidad como en la creación de valor financiero de las empresas participadas durante la vida de los fondos, como vector de rentabilidad para los exits y como palanca de resiliencia para navegar en entornos económicos y geopolíticos cambiantes como los de los últimos años. La dinámica es interesante: la inversión sostenible puede y debe darse en todo el sistema financiero, desde el fondo de pensiones hasta el capital riesgo.
La Generación Z y el riesgo de apolitización: ¿quién defiende la sostenibilidad?
Últimamente he tenido la oportunidad de interactuar de forma cercana con estudiantes de la Generación Z, compartiendo horas de conversación sobre sostenibilidad. Algo relevante es que, pese a su alto nivel de concienciación sobre los desafíos globales, muestran una desvinculación elevada de la política tradicional.
La Comisión Europea, en sus esfuerzos por consolidar una arquitectura regulatoria en materia de sostenibilidad, se enfrenta a una tercera capa de complejidad: prestar atención a las dinámicas sociales y culturales que podrían erosionar ese avance. Si la sostenibilidad deja de ser una cuestión políticamente relevante —si se convierte en un tema “técnico”, fuera del radar del debate electoral— puede abrirse un vacío donde las voces más contrarias al enfoque ESG pueden adquirir una presencia desproporcionada en la esfera pública. No tanto porque sean mayoría, sino porque la desafección de la mayoría silenciosa permita que una minoría intensa y organizada marque el paso.
Es el mismo principio que rige el marketing o la política: las empresas adaptan sus estrategias a lo que demandan sus clientes de igual manera que los líderes políticos ajustan sus discursos a lo que permite el éxito electoral. Si las nuevas generaciones, pese a su elevada conciencia ecológica, se retiran del ámbito político o no canalizan sus convicciones a través de mecanismos de participación, las decisiones clave para el futuro sostenible pueden quedar en manos de quienes no representan la mayoría, pero sí votan, presionan y comunican con fuerza.
La sostenibilidad necesita respaldo normativo, institucional y político, pero también necesita una ciudadanía activa, implicada y consciente. Llevar la razón “técnica” ya no es suficiente; es necesario ejercer con ella. Y en eso, la Generación Z puede ser decisiva.
Preparados para los vientos del Oeste
En estos tiempos inciertos, el día a día de la inversión sostenible se asemeja al viaje hacia la Ciudad Esmeralda: cargado de promesas, pero también de incertidumbres. Como en la historia de Oz, durante mucho tiempo creímos que al final del camino nos aguardaría un Mago omnisciente, capaz de ofrecer respuestas sencillas a desafíos complejos. Hoy sabemos que las verdaderas soluciones no provendrán de figuras carismáticas ni de discursos grandilocuentes, sino del rigor y la visión de quienes se atreven a mirar detrás del telón: los científicos, los analistas, los que entienden que el progreso requiere evidencia y método.
La narrativa en torno a la sostenibilidad corporativa y financiera ha sido tildada de ideológica y desprovista de su dimensión esencial: la responsabilidad compartida. Sin embargo, el argumento económico y técnico para integrar factores ambientales, sociales y de gobernanza en el análisis financiero es hoy más sólido que nunca. Puede que el camino a la Ciudad Esmeralda no brille como imaginábamos, pero eso no impide que sigamos avanzando. Porque la meta —un futuro más justo, más verde y, esta vez, más real— bien merece el esfuerzo, sin importar cuán fuerte soplen los vientos del Oeste.
Tribuna de Andrea González G. Vega, directora general de Spainsif.
Este artículo fue publicado originalmente en la Revista Funds Society.