La financiación, envuelta en un lenguaje técnico y modelos complejos, a menudo oculta lo que debería ser obvio: cada euro tiene consecuencias. Cada préstamo, inversión o decisión financiera no es solo económica; es moral. Sin embargo, hoy en día aun tratamos las finanzas como si fueran un mecanismo neutral, un sistema sin valores que asigna capital sin propósito ni responsabilidad.
Esta ilusión de neutralidad es profundamente problemática, especialmente a medida que el debate público sobre finanzas sostenibles y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la ONU se intensifica. A pesar de las narrativas cargadas de esperanzas, la realidad es desalentadora. Según el último Informe de Progreso de los ODS, solo el 17% de los objetivos está actualmente en curso; el resto se mantiene estancado o retrocede. Seguimos a la espera de que los flujos financieros impulsen la transición ecológica y social, pero la esperanza, sin una reorientación estructural, no es una estrategia en sí misma.
Ese 17% es más que un dato: es un espejo que refleja nuestras prioridades y plantea una pregunta incómoda: ¿qué ocurre con nuestro dinero si no prestamos la debida atención?
Nuestro último estudio sobre comportamiento sostenible en España ofrece algunas pistas. Más del 70% de las personas encuestadas indicó que consideraría cambiar de banco si descubriera que su dinero se usara para financiar sectores como el juego (72%), la industria sexual (64%) o las armas (55%). No son industrias marginales: son enormes, legalmente financiadas y, en gran medida, invisibles para la clientela promedio. La brecha entre los valores personales y las inversiones institucionales es aún notable.
Esta brecha se basa en una suposición dañina: que las finanzas son neutrales. Pero cuando el dinero —tu dinero— respalda la guerra, la degradación ambiental o la explotación, la neutralidad deja de ser una opción. Eso es complicidad.
Esto no es solo una preocupación abstracta. Los cinco mayores fabricantes de armas de EE.UU. (Lockheed Martin, Raytheon Technologies, Northrop Grumman, Boeing y General Dynamics) han experimentado en la última década un rendimiento positivo en el mercado, particularmente debido al aumento del gasto militar, especialmente tras la guerra en Ucrania. ¿Quién se beneficia? Algunas de las principales firmas de inversión y su clientela, desde grandes bancos hasta algunos gestores de activos. En Europa, la situación es similar. Desde 2022, los fondos etiquetados como ESG casi han triplicado su exposición al sector de defensa. Según Morningstar, más del 43% de los fondos de renta variable “sostenibles” en Europa incluyen ahora compañías de defensa. La iniciativa de la Comisión Europea “ReArm” solo ha acelerado este cambio.
Debemos reconocer que toda inversión tiene consecuencias. Financiar la guerra no es un acto pasivo; es una elección con implicaciones reales. El sector financiero debe dejar de disfrazar la complicidad como pragmatismo y asumir su responsabilidad.
Este patrón no es accidental; es estructural. Vivimos en una forma de capitalismo dominado por gestoras de activos, donde unas pocas firmas, en su mayoría estadounidenses, controlan el flujo de capital global. Estas empresas invierten ampliamente, hablan elocuentemente sobre sostenibilidad en sus informes, y aun así continúan apoyando industrias que socavan la estabilidad social y ecológica. Sus fondos son atractivos: a menudo son la opción más barata y prometen altos rendimientos. Si aceptamos sus afirmaciones de sostenibilidad tal cual, ¿por qué buscaríamos en otra parte?
La respuesta es: porque cada vez más personas comienzan a hacerlo. La ciudadanía dice basta.
Avanza el paso del consumo responsable a las finanzas éticas: banca, ahorro e inversión basados en valores personales. Pero incluso esto es más fácil de decir que de hacer. Las opciones financieras éticas suelen ser difíciles de encontrar, poco explicadas o inaccesibles. Solo el 23% de las personas encuestadas en nuestro estudio sabía en qué invierte su banco. La consciencia crece, pero el conocimiento sigue muy rezagado.
Mientras tanto, el capital continúa su camino habitual, busca seguridad, escala y retornos rápidos. Los proyectos regenerativos, como la energía comunitaria, la vivienda asequible o modelos basados en bienes comunes, a menudo tienen dificultades para conseguir financiación. No porque carezcan de valor, sino porque no encajan en la lógica financiera predominante.
Las finanzas sostenibles prometieron reformar el sistema desde dentro. Actualmente esa perspectiva es incierta. Las presiones desreguladoras amenazan el Pacto Verde Europeo. Los esfuerzos de simplificación a menudo son un pretexto para debilitar la regulación. Iniciativas voluntarias como la Net-Zero Banking Alliance flaquean. Justo cuando necesitamos acelerar, los pasos van en la dirección contraria.
Parte del problema es que, aunque las finanzas abrazan con entusiasmo nuevas actividades sostenibles, rara vez eliminan las dañinas a menos que se les obligue. Los combustibles fósiles, las armas y las industrias extractivas aún se financian, incluso bajo la apariencia de “transición”. La disposición de la industria para sumar no se corresponde con el coraje para restar.
Por eso las finanzas basadas en valores son esenciales. Los criterios de exclusión no son suficientes, pero son fundamentales. Negarse a financiar sectores destructivos (combustibles fósiles, armas, juego, pornografía) es una forma de establecer límites éticos. También es una forma de política, incluso sin emitir un voto.
Sin embargo, la exclusión es solo una parte de la ecuación. También necesitamos financiar soluciones: apoyar iniciativas en energías renovables, agricultura regenerativa, salud, educación, ciencia y cultura. Significa canalizar capital hacia proyectos que hagan más que evitar daños; ayudan a construir un futuro mejor.
Aunque más instituciones financieras se alinean con valores sociales y ambientales, son todavía la excepción. La mayoría de las personas opera aun con instituciones bancarias que financian actividades contrarias a sus valores, a menudo sin saberlo. La falta de transparencia mantiene a individuos bienintencionados como cómplices involuntarios.
Esto no es solo un desafío estructural, sino cultural. Necesitamos una ciudadanía más financieramente alfabetizada, capaz de entender adónde va su dinero y exigir transparencia y responsabilidad. Y necesitamos instituciones con integridad y coraje para cambiar las reglas de las finanzas. Solo entonces las finanzas éticas podrán ser posibles y competitivas.
Nuestros datos muestran que el rechazo público a ciertas actividades económicas no es limitado ni ideológico. Es amplio, consistente y profundamente arraigado. Sin embargo, las respuestas institucionales siguen siendo tibias. Confiamos aun en códigos voluntarios, plazos lejanos y la buena voluntad de actores financieros en mercados que premian lo contrario. Debemos dejar de esperar que el cambio caiga desde un sistema que resiste la transformación por diseño.
El futuro estará financiado. Pero debemos preguntar: ¿en qué tipo de futuro invertimos? Los mercados no responderán por la sociedad. Es una cuestión de decisiones colectivas y de responsabilidad personal.
El capital es una herramienta. Como cualquier otra, su valor depende de cómo la usemos. El momento de usarla sabiamente es ahora.
Tribuna de Hans Stegeman, economista jefe en Triodos Bank